Que quede claro que escribo este artículo
siendo totalmente consciente de que he fracasado en escribir un cuento
policíaco. Pero he fracasado muchas veces. Mi autoridad es por lo tanto de
naturaleza práctica y científica, como la de un gran hombre de estado o
estudioso de lo social que se ocupe del desempleo o del problema de la
vivienda. No tengo la pretensión de haber cumplido el ideal que aquí propongo
al joven estudiante; soy, si les place, ante todo el terrible ejemplo que debe
evitar. Sin embargo creo que existen ideales para la narrativa policíaca, como
existen para cualquier actividad digna de ser llevada a cabo. Y me pregunto por
qué no se exponen con más frecuencia en la literatura didáctica popular que nos
enseña a hacer tantas otras cosas menos dignas de efectuarse. Como, por
ejemplo, la manera de triunfar en la vida. La verdad es que me asombra que el
título de este artículo nos vigile ya desde lo alto de cada quiosco. Se
publican panfletos de todo tipo para enseñar a la gente las cosas que no pueden
ser aprendidas como tener personalidad, tener muchos amigos, poesía y encanto
personal. Incluso aquellas facetas del periodismo y la literatura de las que
resulta más evidente que no pueden ser aprendidas, son enseñadas con asiduidad.
Pero he aquí una muestra clara de sencilla artesanía literaria, más
constructiva que creativa, que podría ser enseñada hasta cierto punto e incluso
aprendida en algunos casos muy afortunados. Más pronto o más tarde, creo que
esta demanda será satisfecha, en este sistema comercial en que la oferta
responde inmediatamente a la demanda y en el que todo el mundo está frustrado
al no poder conseguir nada de lo que desea. Más pronto o más tarde, creo que
habrá no sólo libros de texto explicando los métodos de la investigación
criminal sino también libros de texto para formar criminales. Apenas será un
pequeño cambio de la ética financiera vigente y, cuando la vigorosa y astuta
mentalidad comercial se deshaga de los últimos vestigios de los dogmas
inventados por los sacerdotes, el periodismo y la publicidad demostrarán la
misma indiferencia hacia los tabúes actuales que hoy en día demostramos hacia
los tabúes de la Edad Media. El robo se justificará al igual que la usura y nos
andaremos con los mismos tapujos al hablar de cortar cuellos que hoy tenemos
para monopolizar mercados. Los quioscos se adornaran con títulos como "La
falsificación en quince lecciones" o "¿Por qué aguantar las miserias del
matrimonio?", con una divulgación del envenenamiento que será tan científica
como la divulgación del divorcio o los anticonceptivos.
Pero, como a menudo se nos recuerda, no
debemos impacientarnos por la llegada de una humanidad feliz y, mientras tanto,
parece que es tan fácil conseguir buenos consejos sobre la manera de cometer un
crimen como sobre la manera de investigarlos o sobre la manera de describir la
manera en que podrían investigarse. Me imagino que la razón es que el crimen, su
investigación, su descripción y la descripción de la descripción requieren,
todas ellas, algo de inteligencia. Mientras que triunfar en la vida y escribir
un libro sobre ello no requieren de tan agotadora experiencia.
En cualquier caso, he notado que al pensar
en la teoría de los cuentos de misterio me pongo lo que algunos llamarían
teórico. Es decir que empiezo por el principio, sin ninguna chispa, gracia,
salsa ni ninguna de las cosas necesarias del arte de captar la atención,
incapaz de despertar o inquietar de ninguna manera la mente del lector.
Lo primero y principal es que el
objetivo del cuento de misterio, como el de cualquier otro cuento o cualquier
otro misterio, no es la oscuridad sino la luz. El cuento se escribe para el
momento en el que el lector comprende por fin el acontecimiento misterioso, no
simplemente por los múltiples preliminares en que no. El error sólo es la
oscura silueta de una nube que descubre el brillo de ese instante en que se
entiende la trama. Y la mayoría de los malos cuentos policíacos son malos
porque fracasan en esto. Los escritores tienen la extraña idea de que su
trabajo consiste en confundir a sus lectores y que, mientras los mantengan
confusos, no importa si les decepcionan. Pero no hace falta sólo esconder un
secreto, también hace falta un secreto digno de ocultar. El clímax no debe ser
anticlimático. No puede consistir en invitar al lector a un baile para
abandonarle en una zanja. Más que reventar una burbuja debe ser el primer albor
de un amanecer en el que el alba se ve acentuada por las tinieblas. Cualquier
forma artística, por trivial que sea, se apoya en algunas verdades valiosas. Y
por más que nos ocupemos de nada más importante que una multitud de Watsons
dando vueltas con desorbitados ojos de búho, considero aceptable insistir en
que es la gente que ha estado sentada en la oscuridad la que llega a ver una
gran luz; y que la oscuridad sólo es valiosa en tanto acentúa dicha gran luz en
la mente.
Siempre he considerado una coincidencia
simpática que el mejor cuento de Sherlock Holmes tiene un título que, a pesar
de haber sido concebido y empleado en un sentido completamente diferente,
podría haber sido compuesto para expresar este esencial clarear: el título es
"Resplandor plateado" ("Silver Blaze").
El segundo gran principio es que el alma
de los cuentos de detectives no es la complejidad sino la sencillez. El secreto
puede ser complicado pero debe ser simple. Esto también señala las historias de
más calidad. El escritor esta ahí para explicar el misterio pero no debería
tener que explicar la propia explicación. Ésta debe hablar por sí misma.
Debería ser algo que pueda decirse con voz silbante (por el malo, por supuesto)
en unas pocas palabras susurradas o gritado por la heroína antes de desmayarse
por la impresión de descubrir que dos y dos son cuatro. Ahora bien, algunos
detectives literarios complican más la solución que el misterio y hacen el
crimen más complejo aún que su solución.
En tercer lugar, de lo anterior
deducimos que el hecho o el personaje que lo explican todo, deben resultar
familiares al lector. El criminal debe estar en primer plano pero no como
criminal; tiene que tener alguna otra cosa que hacer que, sin embargo, le
otorgue el derecho de permanecer en el proscenio. Tomaré como ejemplo el que ya
he mencionado, "Resplandor plateado". Sherlock Holmes es tan conocido
como Shakespeare. Por lo tanto, no hay nada de malo en desvelar, a estas
alturas, el secreto de uno de estos famosos cuentos. A Sherlock Holmes le dan
la noticia de que un valioso caballo de carreras ha sido robado y el entrenador
que lo vigilaba asesinado por el ladrón. Se sospecha, justificadamente, de
varias personas y todo el mundo se concentra en el grave problema policial de
descubrir la identidad del asesino del entrenador. La pura verdad es que el
caballo lo asesinó.
Pues bien, considero el cuento modélico
por la extrema sencillez de la verdad. La verdad termina resultando algo muy
evidente. El caballo da título al cuento, trata del caballo en todo momento, el
caballo está siempre en primer plano, pero siempre haciendo otra cosa. Como
objeto de gran valor, para los lectores, va siempre en cabeza. Verlo como el
criminal es lo que nos sorprende. Es un cuento en el que el caballo hace el
papel de joya hasta que olvidamos que una joya puede ser un arma.
Si tuviese que crear reglas para este
tipo de composiciones, esta es la primera que sugeriría: en términos generales,
el motor de la acción debe ser una figura familiar actuando de una manera poco
frecuente. Debería ser algo conocido previamente y que esté muy a la vista. De
otra manera no hay autentica sorpresa sino simple originalidad. Es inútil que
algo sea inesperado no siendo digno de espera. Pero debería ser visible por
alguna razón y culpable por otra. Una gran parte de la tramoya, o el truco, de
escribir cuentos de misterio es encontrar una razón convincente, que al mismo
tiempo despiste al lector, que justifique la visibilidad del criminal, más allá
de su propio trabajo de cometer el crimen. Muchas obras de misterio fracasan al
dejarlo como un cabo suelto en la historia, sin otra cosa que hacer que
delinquir. Por suerte suele tener dinero o nuestro sistema legal, tan justo y
equitativo, le habría aplicado la ley de vagos y maleantes mucho antes de que
lo detengan por asesinato. Llegamos al punto en que sospechamos de estos
personajes gracias a un proceso inconsciente de eliminación muy rápido. Por lo
general, sospechamos de él simplemente porque nadie lo hace. El arte de contar
consiste en convencer, durante un momento, al lector no sólo de que el
personaje no ha llegado al lugar del crimen sin intención de delinquir si no de
que el autor no lo ha puesto allí con alguna segunda intención. Porque el
cuento de detectives no es más que un juego. Y el lector no juega contra el
criminal sino contra el autor.
El escritor debe recordar que en este
juego el lector no preguntará, como a veces hace en una obra seria o realista:
¿Por qué el agrimensor de gafas verdes trepa al árbol para vigilar el jardín
del médico? Sin sentirlo ni dudarlo, se preguntará: ¿Porque el autor hizo que
el agrimensor trepase al árbol o cuál es la razón que le hizo presentarnos a un
agrimensor?. El lector puede admitir que cualquier ciudad necesita un
agrimensor sin reconocer que el cuento pueda necesitarlo. Es necesario
justificar su presencia en el cuento (y en el árbol) no sólo sugiriendo que lo
envía el Ayuntamiento sino explicando por qué lo envía el autor. Más allá de
las faltas que planea cometer en el interior de la historia debe tener alguna
otra justificación como personaje de la misma, no como una miserable persona de
carne y hueso en la vida real. El lector, mientras juega al escondite con su
auténtico rival el autor, tiende a decir: Sí soy consciente de que un
agrimensor puede trepar a un árbol, y sé que existen árboles y agrimensores.
¿Pero qué está haciendo con ellos? ¿Por qué hace usted que este agrimensor en
concreto trepase a este árbol en particular, hombre astuto y malvado?
Esto nos conduce al cuarto principio que
debemos recordar. La gente no lo reconocerá como práctico ya que, como en los
otros casos, los pilares en que se apoya lo hacen parecer teórico. Descansa en
el hecho que, entre las artes, los asesinatos misteriosos pertenecen a la gran
y alegre compañía de las cosas llamadas chistes. La historia es un vuelo de la
imaginación. Es conscientemente una ficción ficticia. Podemos decir que es una
forma artística muy artificial pero prefiero decir que es claramente un
juguete, algo a lo que los niños juegan. De donde se deduce que el lector que es
un niño, y por lo tanto muy despierto, es consciente no sólo del juguete,
también de su amigo invisible que fabricó el juguete y tramó el engaño. Los
niños inocentes son muy inteligentes y algo desconfiados. E insisto en que una
de las principales reglas que debe tener en mente el hacedor de cuentos
engañosos es que el asesino enmascarado debe tener un derecho artístico a estar
en escena y no un simple derecho realista a vivir en el mundo. No debe venir de
visita sólo por motivos de negocios, deben ser los negocios de la trama. No se
trata de los motivos por los que el personaje viene de visita, se trata de los
motivos que tiene el autor para que la visita ocurra. El cuento de misterio
ideal es aquel en que es un personaje tal y como el autor habría creado por
placer, o por impulsar la historia en otras áreas necesarias y después
descubriremos que está presente no por la razón obvia y suficiente sino por la
segunda y secreta. Añadiré que por este motivo, a pesar de las burlas hacia los
noviazgos estereotipados, hay mucho que decir a favor de la tradición
sentimental de estilo más lector o más victoriano. Habrá quien lo llame un
aburrimiento pero puede servir para taparle los ojos al lector.
Por último, el principio de que los
cuentos de detectives, como cualquier otra forma literaria, empiezan con una
idea. Lo que se aplica también a sus facetas más mecánicas y a los detalles.
Cuando la historia trata de investigaciones, aunque el detective entre desde
fuera el escritor debe empezar desde dentro. Cada buen problema de este tipo
empieza con una buena idea, una idea simple. Algún hecho de la vida diaria que
el escritor es capaz de recordar y el lector puede olvidar. Pero en cualquier
caso la historia debe basarse en una verdad y, por más que se le pueda añadir, no
puede ser simplemente una alucinación.
G. K. Chesterton
(Gilbert Keith Chesterton; Campden Hill,
1874 - Londres, 1936) Crítico, novelista y poeta inglés, cuya obra de ficción
lo califica entre los narradores más brillantes e ingeniosos de la literatura
de su lengua. El padre de Chesterton era un agente inmobiliario que envió a su
hijo a la prestigiosa St. Paul School y luego a la Slade School of Art; poco
después de graduarse se dedicó por completo al periodismo y llegó incluso a
editar su propio semanario, G.Ks Weekly.
Desde joven se sintió atraído por el
catolicismo, como su amigo el poeta Hilaire Belloc, y en 1922 abandonó el
protestantismo en una ceremonia oficiada por su amigo el padre O´Connor, modelo
de su detective Brown, un cura católico inventado años antes.
Además de poesía (El caballero salvaje,
1900) y excelentes y agudos estudios literarios (Robert Browning, Dickens o
Bernard Shaw, entre 1903 y 1909), este conservador estetizante, se dedicó a la narrativa
detectivesca, con El hombre que fue Jueves, una de sus obras maestras,
aparecida en 1908.
A partir de 1911 empezaron las series
del padre Brown, inauguradas por El candor del padre Brown, novelas
protagonizadas por ese brillante sacerdote-detective que consolidaron su fama. De hecho,
Chesterton inventó, como lo haría un poco más tarde T. S. Eliot o E. Waugh, una
suerte de nostalgia católica anglosajona que celebraba la jocundia medieval y
la vida feudal, por ejemplo, en Chaucer (a quien dedicó un ensayo), mientras
que abominaba de la Reforma protestante y, sobre todo, del puritanismo.
Maestro de la ironía y del juego de la
paradoja lógica como motor de la narración, polígrafo, excéntrico, orfebre de
sentencias de deslumbrante precisión, en su abundantísima obra (más de cien
volúmenes) aparecen todos los géneros de la prosa, incluido el tratado de
teología divulgativo y de gran poder de persuasión.
Los ya citados relatos del padre Brown
siguen la línea de Arthur Conan Doyle, mientras que los dedicados a un
investigador sedente, el gordo y plácido Mr. Pond (literalmente
"estanque"), inauguraron la tradición de detectives que especulan
sobre la conducta humana a través de fuentes indirectas, desde Nero Wolf hasta
Bustos Domecq, el policía encarcelado que forjaron Adolfo Bioy Casares y Jorge
Luis Borges, dos de los lectores más devotos que Chesterton ha tenido en el
siglo XX.
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